
1963. Bill Russell viene de ganar el sexto título en sus siete primeros años en la NBA. A los 29 años, es el jugador más importante del equipo que marca una nueva era en el mejor básquet del mundo. Es además el basquetbolista que, por su mentalidad y tremenda capacidad defensiva, está cambiando la forma de entender (y dominar) este deporte. La verdadera superestrella del momento pese a que no anota tantos puntos. Pero, claro, también es de color negro. Y no se calla. Y eso cuenta en la época. Demasiado. Russ irrumpe como la primera gran figura afroamericana en un tiempo donde la segregación racial todavía es legal… Y eso cambia todo.
Los reconocimientos y reverencias que deberían multiplicarse por todo Estados Unidos son escatimados. Y ni siquiera es ídolo indiscutido en Boston, la ciudad que está en la cúspide por la hegemonía de los Celtics en la NBA. Al contrario, para algunos es un enemigo, el afroamericano que discute la supremacía blanca, el activista que puede levantar a las masas que han estado oprimidas durante siglos. Boston es una ciudad anglosajona con gran inmigración irlandesa, una profunda fe católica y un marcado conservadurismo. Y no son pocos los que no toleran a Russell. Le hacen la vida imposible. Cuando el pivote decide mudarse a un suburbio de la ciudad (Reading), le cuesta comprar una propiedad. Y cuando lo hace, en 1957, es el único afrodescendiente del pueblo ubicado a 25 kilómetros de la capital del estado de Massachussets y sus hijos, los únicos negros de una tradicional escuela para blancos. Los ataques son constantes. No hacia él, porque mide 2m10, tiene un físico portentoso y la Policía lo custodia, sobre todo cuando maneja hacia Boston. Pero sí a su casa. Le rompen vidrios y puertas. Buscan intimidarlo, callarlo. “Sólo jugá al básquet, negro”, le exigen. Hasta que un día atraviesan un límite y producen una herida imposible de sanar… Entran a su hogar, le destruyen los trofeos y defecan en su cama. No contentos con eso, esparcen el excremento por todas las paredes y le dejan graffitis en sus paredes. “Maldito negro”, escriben usando la peor de las palabras, Nigger, la forma despectiva de llamar a los afroamericanos. El resumen de una época que Estados Unidos quieren olvidar. Pero todavía, por hechos aislados, todavía no parece superada…
Hace 60 años así trataban a Russell en la ciudad donde debía ser ídolo. Sólo, entonces, hay que imaginar lo que habrá sufrido en su ciudad natal, Monroe, Louisiana, un estado del sur de Estados Unidos donde el racismo era un abominable acoso diario. Su abuelo luchó contra el Ku Klux Klan, el grupo de extrema derecha que reivindicaba la supremacía blanca y se dedicaba a linchar afroamericanos (se cree que 5.000 murieron entre 1880 y 1950). Sus padres, de forma pacífica, buscaron inculcarle al pequeño Bill la importancia de la educación y la cultura como forma para superar la discriminación. Todavía eran tiempo de absoluta segregación racial. Había restaurantes, comercios, escuelas, medios de transportes y hasta leyes para blancos. Y otras, claro, para negros.
El pequeño Bill fue testigo de cómo sus progenitores fueron maltratados, humillados y tratados de forma despectiva sólo por el color de su piel. Y él no tardó mucho en sufrirlo en carne propia. Era común que, en las calles e incluso en los equipos en los que jugaba, Russell fuera llamado “mapache”, “gorila” o “niño de chocolate”, como alguna vez él contó. Incluso un entrenador fue capaz de decirle que “se comportaba demasiado como negro”. Cansados de los malos tratos, la familia decidió mudarse a Oakland, cuando Billy tenía ocho años. Un volver a empezar.